Hubo un tiempo en el que las fotos de Annie Leibovitz eran atrevidas, impactantes, originales, tenían un toque de novedad, de fortaleza, de decir “eh, mírame, esto no mucha gente se atreve a hacerlo”. Hubo un tiempo en el que Leibovitz no era solamente la fotógrafa de los famosos de Hollywood. La foto de una embarazadísima y desnuda Demi Moore en la portada de la Vanity Fair en 1991 y en especial la portada de la Rolling Stone con John Lennon y Yoko Ono – foto echa exactamente la mañana del asesinato de Lennon en 1980 – la catapultaron a la fama. Eran aquellos buenos tiempos para Leibovitz.
¿Fue suerte? Quizá. Puede que estuviera en el momento oportuno en el sitio propicio que a cualquier otro en su misma posición le hubiera ocurrido lo mismo. El caso es que a partir de ese momento el nombre de Leibovitz quedaría ya, por el resto de los tiempos, ligado al mundo de la fotografía y, a su vez, al mundo de Hollywood.
Esas primeras obras de Leibovitz me parecen muy interesantes. Puede que a estas alturas de la vida de Hollywood, de la historia de la fotografía y de las tecnologías estos recursos estén ya un tanto manidos, pero su originalidad en la temática la hacía atrayente y diferente. Bien es verdad que, ya incluso en sus mejores obras, importaba más la temática y quién era el personaje que la calidad de la fotografía en sí (todo lo relacionado con las luces, los colores, etc.). Y es precisamente por eso que cuando la calidad y el interés de la temática empieza a ser sospechosa, las fotografías de Leibovitz se vuelven mediocres.
Desde que la fotógrafa judía comenzó contrato con Disney la única gracia que tiene es que ella las firma y que ella y su nombre son capaces de reunir a medio Hollywood. Parece ser que hoy en día no eres nadie en el mundo del cine estadounidense si Annie Leibovitz no te ha hecho una fotografía.
Sus fotografías de últimamente se han convertido en unas piezas muy llamativas visualmente, pero realmente, ¿qué gracia tiene hacer unas fotos así? ¿Qué mérito tiene como fotógrafa hacer obras en las que importa mucho más el maquillaje, la vestimenta, la fama del fotografiado o incluso el photoshop? En realidad ¿estos trabajos no los podría hacer cualquiera que supiera manejarse con el photoshop y tuviera contactos – y dinero – sin necesidad de que fuese una mega-estrella de la fotografía?
Y aquí el único engañado es el espectador/observador/aficionado de la fotografía que puede llegar a desilusionarse – y con razón – de la fotografía en el momento en el que se da cuenta de que eso de “créate el nombre y échate a dormir” (o, entiéndase, “y dedícate a proyectos banales cuya única finalidad es sacar pasta”) tiene mucho de verdad.
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