Quedan exactamente diez días para que el mundo se paralice por un balón (bueno, en realidad por unos cuantos). Cada dos años los amantes del fútbol (entre los que tengo que reconocer que me incluyo) celebran que diferentes países se junten a disputarse un torneo. Pero por muy importante que sean el Europeo, un Mundial siempre será un Mundial. Y la expectación que se genera a su alrededor es cada año más impresionante.
Y todo por una pelota, desde luego. Entiendo perfectamente a todas aquellas personas que no solo nos les gusta el futbol, sino que además lo repudian y no entiendan que hay de interesante. Es que visto fríamente la base es que 22 hombres se disputan una esfera de cuero. ¿Y qué tiene de especial este balón? En realidad, absolutamente nada. Si por poder se podría jugar con un papel lo suficientemente arrugado como para que pueda rodar medianamente. Pero cada año, cada Europeo o cada Mundial el baloncito en cuestión se vuelve una reliquia con su propio diseño único y trabajado. Quien les diría a los primeros fabricantes de balones, probablemente por los siglos XVIII o XIX que su producto se convertiría en una auténtica reliquia. Quién podría haber pronosticado que una simple pieza de artesanía pudiera ser tan arte como las jugadas que los grandes del fútbol fabrican con él. Si los balones de cada Mundial y cada torneo se venden y se presentan como si fueran joyas, qué decir ya de las camisetas. Una simple camiseta que lleva existiendo desde que al ser humano se le ocurrió que se podía tapar del frío utilizando la piel de los animales que mataba. Una pieza básica en nuestra indumentaria que hasta esta sociedad consumista nunca se había planteado que se pudiera revalorizar como algo artístico y de gran valor simbólico. Simbólico por tener grabado cierto nombre del más grande entre los jugadores y no el del vecino del quinto. Arte que se refugia en la artesanía clásica para revalorizarse y tomar un nuevo sentido a su existencia.
Soy muy dada yo a tener favoritos de todo. En realidad es útil, siempre tienes la respuesta ya preparada para cosas que no son realmente importantes para el día a día, pero que a largo plazo te puede ahorrar comederos de cabeza. Por ejemplo, cuando se presentó el tema de los comics y los superhéroes yo ya tuve claro desde el primer segundo de quién iba a hablar. De Batman, mi favorito, obviamente. Y el problema de mi retraso aquí no estuvo tanto en decidirme (porque ya he decidido que me encanta Batman desde hace mucho tiempo) sino en encontrar un rato para reverme alguna de sus películas. La gracia es que al principio mi intención era verme todas las películas de Batman posibles, desde la protagonizada por George Clooney [Batman & Robin, 1997] (todo sea dicho y por mucho que me guste el señor de Nespresso, una de las peores versiones con diferencia) hasta las modernas con Christian Bale [Batman Begins (2005) y The Dark Knight (2008)] pasando por una de las películas que menos me gusta de Tim Burton, mi director favorito (gasto muchos favoritos, como ya he dicho), Batman (1989), con un gran Michael Keaton pero en una película muy poco Burtoniana. Y no he podido reverme ninguna de ellas, por lo que supongo que tendrá que bastar con mi memoria. Desde luego yo nunca he sido una fan de los cómics y todo lo que conozco de estos personajes viene a raíz de películas o series televisivas en su mayoría de dibujos animados, pero así todo siempre recuerdo que para mí Batman era diferente al resto, (aunque esto también es verdad que me lo planteé ya con cierta edad) diferente porque los otros superhéroes siempre tenían esa aura de “buenos”, en un entorno favorable, bonito y alegre… y Gotham es tétrica, fría, oscura y muy mala. No es el escenario ideal, desde luego, y sobre todo no es lo típicamente bueno – a lo largo de los años, a medida que me voy conociendo más a mí y a mis gustos me doy cuenta que lo típico no está hecho para mí. Y eso es una base maravillosa, ese toque de misterio y oscuridad, de un lugar inventado, frío y sombrío, con una personalidad propia tal que configura la historia y a Batman de por sí. Tardé mucho más de lo que me gustaría admitir en conocer la historia verdadera de Batman y todo su trasfondo. Sus riquezas, el trauma de la infancia por la muerte de sus padres y cómo se configura así de mayor y llega a ser precisamente Batman. Tampoco es que me hubiera parado mucho a pensarlo, ni siquiera le había prestado la menor importancia. Pero claramente uno de los factores, por no decir el factor principal que más me atrae de Batman y más me hace apreciarlo es su faceta humana. Porque en realidad es el único superhéroes que se plantea ayudar a las personas y “hacer el bien mientras lucha contra el mal” por simple amor al arte y ganas de salvar a la humanidad, no por tener poderes y creerse un ser superior. En realidad Batman, BruceWayne, es un rico, como hay muchos en este mundo de verdad, que aprovecha su dinero para ayudar a la sociedad, aunque sí, a su manera (o sea, a mamporro limpio). Y no es un simple matado de la vida al que un día le pica una araña y se convierte en el guay de la ciudad porque trepa edificios. O un extraterrestre que se hace pasar por humano para escabullirse por las noches y salvar al mundo. Es un tipo como otro cualquiera que de hecho no sería tan difícil que pudiera existir. Recuerdo precisamente que una amiga mía, también muy fan de las películas de superhéroes y de poner unas preferencias por encima de las otras, en una ocasión me contó que claramente Batman era el superhéroe que menos le gustaba “porque claro, no tiene poderes”. Pues bien, a mí es precisamente lo que más me gusta, que, con un poco de dinero y voluntad, todos podríamos ser Batman.
Hará cosa de un mes me dio por reverme clásicos de Disney. En realidad siempre tengo temporadas que lo hago, pero siempre me quedo estancada en mi película favorita; mi querido Aladdin. Por eso esta vez quería empezar por otro lado…
Empecé por El Rey León y me asustó Scar y su ejército nazi (estas cosas con 8 años ni yo ni ningún niño de mi quinta las pillábamos) y me maravillaron Timón y Pumba con sus gracias auténticas en versión original. Y después (y ahí lo he dejado, de momento) me vi uno de los clásicos más clásicos, algo más moderno que Cenicienta (¡cualquier cosa es más moderna que Cenicienta!) pero clásico desde hace más tiempo que El Rey León: La bella y la bestia. Me hace gracia verme este tipo de películas después de tantos años, de revérmelas sabiendo de qué van y cómo son para de repente comprender que todo lo que sabía de esa película era en realidad recuerdos de infancia que tampoco tienen mucho que ver con la realidad. Y para rematar, asusta ver lo que ha cambiado la tecnología y lo acostumbrados que de repente estamos a ella. Ver este tipo de películas no solo sin ningún elemento no tecnológico, sino con un doblaje de ultratumba trae la añoranza de los viejos tiempos y el viejo cine clásico que muchos dicen que se está perdiendo. Probablemente si el señor Walt estuviera vivo, o por lo menos descongelado, las películas que crearía hoy en día serían totalmente diferentes a las de antaño. Para empezar, las princesitas protagonistas no serían princesas de verdad (a no ser que se pusiera a contar la historia de Mette Marit o Letizia); no habría ninguna Cenicienta que quisiera huir de las garras de sus hermanastras, ni ninguna Ariel que soñara con dejar de ser un pez. Ahora claro, tampoco se podría basar en los cuentos clásicos o las historias clásicas, ya tan manidas que hasta aparecen en las películas de 3D y se convierten en grandes éxitos de taquilla. ¿Qué haría Walt Disney hoy en día con las historias? Como creo que no era un hombre de mucha imaginación (por lo menos de la base; mientras tuviera eso ya se dedicada él a endulzar el resto) seguramente aprovecharía lo ya existente en la sociedad de masas. Por ejemplo, Kate Moss. O Amy Winehouse. Ambas son tal para cual. Tan iguales, tan inglesas, tan trastornadas, tan fiesteras que en muchas ocasiones no recuerdo las cosas que se le atribuyen a una y a la otra. Y básicamente muchas veces las distingo porque una es morena y la otra rubia. Fíjate tú, que yo haría la película conjunta de las dos, una peli Disney en la que Kate Moss fuera una versión acaramelada y esquelética de la bestia (para más tarde poder redimirse y volver a ser bella, perfecta, maravillosa y querida por todos). Como todas estas historias supuestamente tienen que tener moraleja y ser moralmente correctas, la vida y milagro de la ex de Johnny Depp según está ahora se tendría q endulzar bastante… pero el factor de “dar pena” al menos lo tendría ya de antemano. Y desde luego la vida de Amy Winehouse de moraleja tiene cero, así que unos cuantos cambios no le vendrían nada mal a su historia pasada por Disney. A la señorita Winehouse la veo de Megara, que es claramente el personaje femenino que más le pega, no solo por el pelo que, por el matiz del color es prácticamente idéntico, sino porque es la única “princesita” Disney que comienza siendo mala y mentirosa… hasta que se enamora de Hércules (y otra más que se redime). Esta mejor que no incluya en su historia a su marido/ex marido/marido/ex marido/marido depende del mes. Dejemos mejor que Disney fabrique una bonita historia con ella en la que su futuro pinte, al menos, interesante. Si la factoría Disney se diera cuenta del potencial que tiene en la vida del famoseo…
Tuve una etapa en mi vida en la que no había mes que pasara sin mi revista de cine. De hecho, hará cosa de dos meses, la última vez que me pasé por mi casa de Oviedo, recuerdo perfectamente cómo mi madre me echó una pequeña bronca mientras me señalaba el gran bloque que forman mi colección de revistas de Cinemanía de algo así como el 2001 al 2006. Pero me da una pena tremenda deshacerme de todas ellas, tirar a la basura esa parte de mí que aún sigo hojeando de muy de vez en cuando. Me hace gracia, desde la perspectiva, ver la ilusión que me hacía leerme reseñas de películas que hoy en día me parecen pésimas.
No recuerdo realmente como comenzó mi enamoramiento con la revista. Puede que fuera un simple encaprichamiento de un mes que más tarde se alargaría cinco años, o quizá fue mi padre que, con la visión panorámica que siempre le ha caracterizado, se dio cuenta de que a su hija le gustaba mucho el cine y tenía en estas revistas un entretenimiento cultural interesante. Lo cierto es que gracias a ella aprendí algo así como el 70% de la base cultural cinematográfica (que es bastante más pequeña de la que me gustaría) que hoy en día tengo. Como cualquier amor, el nuestro comenzó poco a poco, mes tras mes, insertándose con cuidado en mi día a día y en mi vida hasta que mi rutina, el cine y Cinemanía éramos prácticamente un mismo ente. Allí conocí a los grandes actores y actrices que desde entonces han llenado la parrilla de mis favoritos. Con ella me empapé de grandes reportajes de cine español y americano (porque por aquella yo no veía más allá y lo británico formaba el mismo bloque que lo americano en mi concepción de 13 años). Con el cine y Cinemanía me sentía realizada. Pero como en todo, llegó el día en el que la chispa se apagó. Ese fue el momento en el que me pegué de bruces con el mundo editorial y sus ganas de hacer dinero fácil, de tirar de la publicidad, de las imágenes morbosas y sugerentes, de portadas de actrices mediocres en pose sexy. Entre finales de 2005 y mediados de 2006 – momento de inflexión también porque en septiembre empezaba a la Universidad – mi desilusión avanzaba y crecía a la misma velocidad que Cinemanía incluí más y más películas estúpidas, noticias chorras y actrices sin cerebro en las portadas. Me resigné y renuncié entonces a volverme a acercar a esa revista, que como veía en los quiscos iba hacia un sensacionalismo cada día más repulsivo y a dejar de tratar realmente el cine. Apareció entonces otra revista que hizo resurgir mi interés cinematográfico plasmado en papel: la americana Premiere. Aunque de una forma cauta tras la leche que me había pegado con Cinemanía, me adentré en esta revista que consiguió darme una perspectiva muy diferente primero por estar en inglés – un gran aliciente para mí, amante desde hace años del idioma de Shakespeare – y segundo por tener una perspectiva extranjera muy interesante. Sin embargo mi ilusión con la revista duró apenas medio año, justo hasta el momento en el que Premiere como revista impresa cerró (solo sigue la Premiere francesa) y sólo queda ya la versión online. He preferido no adentrarme en más revistas de cine desde entonces.
Si alguna vez en este blog se ha notado que he escrito algo a la fuerza y sin ganas, es esta entrada claramente. No niego que este es el post que menos me ha gustado hacer y del que menos orgullosa me sentiré, con diferencia. Pero también he de admitir que me pensaba que todo este “mundo de la Nocilla” iba a ser mucho menos atractivo, más aburrido, por lo que se nos mostró en clase. No sé qué idea tenía yo a las 9 de la mañana de un lunes cualquiera, pero la idea de meterme a hablar de una panda de gente de la que nunca en mi vida había oído no lo veía desde luego como el post más suculento.
Me he encontrado sin embargo una reseña a uno de los libros de Raúl Quinto, Idioteca, que pese a su título un tanto histriónico, exagerado y altivo tiene a grandes rasgos la sensación de ser uno de esos libros de arte que yo me leería encantada. Más que de arte, es un libro de meta-historia del arte, de cómo hemos llegado a conocer la pintura, escultura y demás gracias a la colaboración de todos aquellos que decidieron cuidarlo para que se pudiera conservar y un día en un futuro un señor pudiera escribir un libro de ello. Por lo menos pinta más ameno que la poesía.
Cuando toda esta marabunta de trabajo y exámenes llegue a su fin prometo dedicar un momento de reflexión a plantearme si me leo este libro o lo dejo en el olvido y me dedico a contemplar arte de verdad.
Apenas dos horas me separan del momento en el que el final de Lost llegó a mis retinas y la sensación básica es la de impotencia, por un largo etcétera. Por un lado porque de vez en cuando me doy cuenta de la realidad y de lo friki que acabo siendo, de lo que me involucro, en la mayoría de las veces sin planteármelo siquiera, en cosas externas a mi vida, me doy cuenta de que, en realidad, fectan a mi día cotidiano asuntos como por ejemplo Lost. Por otro porque, pese a que los finales de las series más esperadas de la historia de la televisión siempre reciben diferentes opiniones y críticas, en general suelen ser decepcionantes. Y así es en mi caso. Me han llegado varias teorías pero en realidad ninguna me convence, aunque no se realmente si alguna teoría me convencería o si simplemente mi subconsciente en realidad se niega a admitir que todo esto, después de 4 años, se ha acabado finalmente. Algo parecido me pasó hace casi tres años cuando salió la última entrega de Harry Potter. Los finales duelen y en realidad no estamos preparados para ellos. Y puede que la sensación de “no me gusta” sea en realidad un mecanismo de autodefensa para evitar admitir que se ha acabado para siempre y que de esa historia ya nada volverá a ser nuevo y original. Pero, para qué me voy a engañar, aunque el final no me haya gustado, aunque esta última sexta temporada ha sido exageradamente floja (especialmente si la comparamos con la quinta temporada) yo seré la primera que me compre el DVD pack edición especial de las 6 temporadas en cuanto salga a la venta. De la misma forma que fui la primera en comprarme los libros de Harry Potter tanto en inglés como en castellano, de la misma manera que soy la primera en comprarme los DVDs en sus variantes “edición especial” cada vez que una película me ha maravillado. Porque, pese a que se empeñen los de la SGAE y compañía en atacarnos a todos aquellos que nos descargamos música, series y películas o las vemos online, no creo que lleguen a comprender nunca que lo que hacemos en realidad es un mecanismo de selección natural al más puro estilo Darwiniano. En estos tiempos que corren no es de muy buen agrado comprarte un CD o un DVD que no son exactamente baratos para que luego llegues a tu casa y te des cuenta de que o la película hubiera bastado con haberla visto en el cine (¡y muchas veces ni eso!) o del disco te gustan tres canciones a lo sumo y el resto no las volverás a escuchar en la vida. Pues de esta forma si previamente ya te conoces el CD o la película, primero, lo comprarás con mucha alegría, y segundo, te permitirás el lujo de adquirir una edición especial porque sabes que será una película/CD especial en tu colección. Es un tema complicado este de las descargas, pero me imagino que la solución no está aquí ni ahora, y este tema dará para rato. No estamos dispuestos a pagar por la cultura, como una vez me dijo un músico en ciernes, pero también entendemos que las cosas no se fabrican solas sin esfuerzo. El límite sería “hasta donde” y “en qué”. Qué estamos dispuestos a pagar muy alegremente y qué partes no aceptamos nada que vaya más allá de lo estrictamente gratis. Porque en una sociedad del consumo en la que nos surgen dos millones de libros, películas y discos sobre otros dos millones de asuntos, variedades y estilos ni nuestra economía ni nuestro cerebro está como para almacenar todo, ni los fabricantes de todo este montaje se merecen echarnos en cara a los consumidores que somos los culpables de ser selectivos.
Adentrándome en la cultura oriental como me ha dado últimamente, llegué a una película japonesa, ganadora del Oscar a mejor películas extranjera en 2008: Okuribito (おくりびと ; Departures en inglés) es una película del Japón menos conocido, una historia que se aleja del Tokio más cosmopolita y nos presenta una sociedad rural y tradicional de gente de pueblo.
Un violonchelista (Masahiro Motoki) tiene que dejar Tokio cuando la orquesta en la que trabaja se disuelve y decide volver a su pueblo, volver a sus orígenes y allí encontrarse un nuevo trabajo. Cuál es su sorpresa al descubrir que el empleo que le depara no es otro que el de organizador de ceremonias de despedida… de entierros, vaya, de preparar muertos, “adecentarlos” y presentarlos en una ceremonia al más puro estilo tradicional de la cultura japonesa.
Una de las múltiples gracias de esta película (a parte de su música preciosa, de la maravillosa interpretación de Masahiro Motoki, de lo tierna que es la historia y de un largo etcétera), visto por los ojos occidentales, es que consigue que vayamos descubriendo una historia que se aleja de los tópicos que siempre nos encontramos de Japón.
Europa y el mundo occidental en general lleva un tiempo interesándose por la cultura nipona, o quizá por las modernidades que nos llegan del país del sol naciente. Desde la moda de comer sushi, los fanáticos del manga, las geishas de los libros y películas, las concurridas calles llenas de grandes letreros iluminados a todas horas y con luces a cada cual más llamativa, altas e innovadoras tecnologías, lo más moderno del mercado tecnológico tiene nombres como Yamaha, Mitsubishi o Fujitsu.
Otra variante del tópico de Japón es ese dicho de “una cultura que mezcla modernidad con tradición”. En realidad todos sabemos de qué se trata la “modernidad” no solo por vivir en ella sino por las grandes imágenes principales que nos llegan del Japón más cosmopolita, del Tokio de las grandes empresas, de los nuevos robots que se inventan continuamente y que siempre son más variopintos y más japoneses.
Pero, ¿realmente sabemos lo que esconde la palabra “tradición”? ¿Realmente entendemos lo que supone que la cultura japonesa sea tradicional a la par que moderna? Por mucho que hayamos visto a las geishas de las películas o vayamos más o menos regularmente a un par de restaurantes japoneses, en realidad no tenemos ni idea.
Por ese motivo considero que Okuribito ante todo es original. Porque no es una película típica de sumos, artes marciales, geishas y grandes multinacionales de Tokio. Porque nos presenta un pequeño pueblo dejado de la mano de dios donde, como en cualquiera de nuestros pueblos, todos se conocen. Lo tradicional que el espectador ve en esta película pasa por conocer la vida normal y corriente de la gente japonesa de pueblo. Los baños públicos, al más puro estilo de la Antigua Roma, donde la gente se reúne, se encuentra, charla y socializa, pero también cumplen la función propia en sí de “limpiar”, es probablemente uno de los escenarios que personalmente más me impactaron. Por no hablar, claro está, del trabajo del protagonista, de la puesta en escena que montan para hacer una ceremonia de despedida lo más sagrada y bonita posible.
Este Japón rural y tradicional hace su vida en el suelo. No sé realmente si en el Tokio más urbanita abundan las mesas y las sillas, pero en todas las “ceremonias de despedida” y en casi todas las comidas que se ven en esta película las mesas y las sillas están prácticamente desaparecidas. Es gracioso como encuentran la cosa más normal del mundo sentarse sobre mantas y cojines en el suelo y cómo se colocan encima de sus piernas en una postura característica y, para mi gusto, un tanto incómoda.
La vestimenta es otro de los factores clave de la vida tradicional. Probablemente mucha gente asocie el kimono o traje japonés como la vestimenta tradicional que todo nipón de pueblo se pone. Aquí, en España, también tenemos nuestros trajes regionales típicos de cada región o provincia y obviamente la gente de pueblo no se pasea por las calles vestidos así, ¿verdad que no? Pues eso mismo, ¿qué nos hace pensarnos que los japoneses tradicionales sacan el kimono a la calle como si de geishas se trataran?
Si es que en realidad tampoco somos tan diferentes.
Siempre había sido un hombre extravagante y así yo misma lo constaté en su día en mi ex blog, pero lo que venía haciendo últimamente ya era excesivamente poco común, incluso para él.
Joaquin Phoenix había afirmado en más de una entrevista últimamente que dejaba el tedioso mundo de Hollywood y se pasaba… al rap. Había gente que se lo tomó bastante en serio (en realidad nunca ha acabado de encajar en el mundo Hollywoodiense) pero siempre quedaron esos escépticos a los que les extrañaba que a Joaquin siempre le escoltara su amiguísimo de la muerte, a la vez que cuñado, CaseyAffleck acompañado de una cámara que enfocaba en todo momento a Phoenix mientras a este se le iba la pinza de una forma muy extravagante…
Uno de los ejemplos que mejor ilustran su dejadez:
Este fin de semana pasado leí en El País digital que en realidad todo el show que había montado Phoenix en los últimos meses formaba todo parte de un “mockumentary” que dirige Affleck. Y después de esto me atrevería a decir que, en el video de arriba, hasta Letterman estaba en el ajo.
Mockumentary… este palabro que poco a poco va cobrando fuerza y peso. Estos documentales que juegan con el desconcierto de la gente al no saber que en realidad todo lo que están viendo es un montaje y su reacción es precisamente lo interesante de la cuestión. “Yo también tengo miedo de caminar tranquilamente y entrar en un mockumentary sin darme cuenta”, como dentro de poco dirá el Facebook.
No se sabe qué va a ser de este mockumentary sobre Phoenix, o si realmente es un documental falso y no la vida real y verdadera de Joaquin Phoenix y su degradación como persona y artista. Pero si simplemente consigue la mitad de atención, fama y polémica – porque, en realidad, una de las máximas de los mockumentaries parece que es buscar la polémica – de la que siempre consigue SachaBaron Cohen, ya ha conseguido bastante. Porque en realidad, aunque la casi totalidad de los mortales no sabíamos que esas parodias e imitaciones falsas de extravagantes personajes de Sacha se llamaban precisamente mockumentary, el mundo (y Kazakhstan en concreto) conocimos esta relativamente nueva especialidad con Borat, Ali G o Brünho.
Ahora la gracia está en saber si el propio Joaquin se está tomando este supuesto mockumentary como lo que es, una actuación falsa de su supuesta vida de colgado pasado, o si esta imagen es nada más que la pura realidad actual de aquel que fue un gran actor de películas como Gladiator o En la cuerda floja.